Apuntes sobre el montaje en el cine colombiano: libertad de los esquemas

Santiago Andrés Gómez

Crítico de cine y realizador audiovisual independiente. Escritor.


Lisandro Duque, a quien desde hace mucho hay que decirle maestro, y no como él dice, entre risas, por la edad, sino por su templada artesanía, nos contaba hace poco que para la edición de una secuencia especialmente lúdica de su último largo, Los actores del conflicto (2008), había solicitado la colaboración de un montajista más joven, pues quizás el público juvenil pide hoy un ritmo distinto, más vertiginoso, que el que él, como director de los ochenta y noventa, formado por la tradición más canónica del siglo XX, podía ofrecer. Realmente podemos diferenciar en el cine colombiano distintas etapas en cuanto a la aproximación formal o manera de narrar las historias, no sin cierta correspondencia con su asunto, y últimamente es visible que desde mediados de los noventa, con el atrevimiento de La gente de La Universal (Felipe Aljure, 1995), y de modo más establecido con Kalibre 35 (Raúl García, 2000), el montaje en nuestro cine se abrió a opciones cada día más diseminadas.

Todavía hoy, en los talleres de edición que dicta la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, el grueso del estudio se centra en lo que desde los sesenta se conoció como “la Gran Sintagmática”, propuesta por Christian Metz en varios de sus textos (básicamente en Ensayos sobre la significación en el cine [1968] y de modo más amplio en Lenguaje y cine [1971]). Este es un modelo que propone al cine como un sistema lingüístico fundado, más que otros, en la relación entre sus elementos, y no en la asignación más o menos compleja de valores a esas unidades morfológicas, de modo que los sintagmas (las unidades de significación) son binarios. Metz habla de un sintagma como función de un conjunto de planos, no como cuando hablamos de letras, sonidos o aun palabras, sino más bien como las conjugaciones y declinaciones, o como las figuras retóricas (símil, metáfora), y se examina su efecto sobre la secuencia narrativa que propondría el sistema.

Ahora, esto se estudia casi sin examinarlo, críticamente o no, en su naturaleza, en su singularidad y contingencia, ni tampoco entrando mucho en las posibilidades incógnitas que ofrece, y hasta sin mencionar a Metz, cuando una de las principales críticas que recibió su modelo era que solo conseguía o incluso nada más pretendía describir el funcionamiento del cine narrativo, dejando de lado otras opciones y, así, constriñendo el lenguaje cinematográfico a un tipo de discurso muy específico y, aun cuando hegemónico, limitado. Al modo en que Raúl Ruiz y muchos otros cineastas lamentan la consideración tradicional de un cine basado en la idea, o el dogma, del conflicto central, nos cabría insinuar una pobreza innecesaria en el tipo de montaje narrativo, o de continuidad, que hizo y todavía hace escuela en el cine, si no fuera porque este ofrece numerosas variantes y, de hecho, tampoco se agota en la Gran Sintagmática. El problema sería más bien reducirlo a la idea de continuidad.

Y es que si el montaje es el cine, como se dijo y probó desde bien temprano en el siglo XX, es un deber estudiar, de un lado, las relaciones que tiene con otros elementos del arte cinematográfico, como el guion y la puesta en escena, y de otro, esas posibilidades intrínsecas de las que hemos hablado y cuyo dominio y aprendizaje continuo hacen al buen montajista.Omitiendo el periodo silente del cine colombiano, tan caótico como monótono, y también su endeble periodo clásico y los albores de la modernidad, que ya ofrecen una riqueza mayor (por ejemplo, en la fiesta de El milagro de sal [Luis Moya Sarmiento, 1958]), es preciso indicar cómo en la etapa de Focine, y un poco luego, el montaje fue más que nada una expresión literal del guion, con espléndidas secuencias en las que se le llevó, digamos, a límites de euforia, como el final de La estrategia del caracol (Sergio Cabrera, 1993), o a una encantadora, tenue y sostenida expectativa, casi como concepto, en las miradas de los niños de Los niños invisibles (Lisandro Duque, 2001).

Es decir, el montaje, en su tendencia dominante, fue hasta hace pocos años una disciplina que conseguía descollar en tanto reprodujera con la mayor precisión posible los requerimientos del guion, incluso en el cine de Víctor Gaviria, que de todos modos es caso aparte, por cuanto su trabajo con actores naturales les exige a los montajistas un tacto especial que disimule desvíos y saque provecho de ellos. En la última década, sin embargo, la paleta de la edición, así como la de otras variables estéticas, se ha abierto y, como en todas ellas, han entrado a jugar, si no me equivoco, y ya sea en mayor o menor grado, factores de improvisación. Por poner un ejemplo notable: en El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2008), cuando una madre pone a su bebé en una mesa y este se pone a llorar, la decisión del cineasta es que el operador siga filmando, y la posterior elección en el montaje se hace diestra al potenciar o, simplemente, seguir una intuición que iba un tanto más allá de la escritura.

Aquí todo está a tono con la estética contemplativa de la cinta: no hay un avance especial en la narración, e incluso podría decirse que el llanto ahogado del bebé no significa absolutamente nada, simplemente es y, en el conjunto de la cinta, cobra una autonomía liberadora tanto para el compás como para el espectador. Bello es que esto opere en consonancia con un montaje narrativo de tono menor que, cuando el protagonista se está durmiendo, inscribe lo que Metz llamaría, si mal no estoy, un “sintagma paréntesis”: el mar de la tarde, sin sonido, sino como esas visiones del afán diurno que se cuelan, intangibles, en la percepción de quien se va sumergiendo en el sueño. El vuelco del cangrejo inaugura en nuestro cine un tipo de montaje que alterna la prescripción clásica, modulada por la contemplación austera del cine moderno, y posturas más extremas de este último. En La Playa D.C. (Juan Andrés Arango, 2012) y, sobre todo, en La Sirga (William Vega, 2012), se apreciará holgadamente este poético maridaje.

Pero desde luego, y de eso se trata lo que sostengo, hay otras formas nuevas de montaje, que van desde la enervante precisión dramática de La sangre y la lluvia(Jorge Navas, 2008) y el lirismo clásico, e incluso exacerbado, de Los viajes del viento (Ciro Guerra, 2009), hasta la endemoniada locura de los delirios enLa Sociedad del Semáforo (Rubén Mendoza, 2010), que consigue algunas de las secuencias más memorables en la historia de nuestro cine por la intensidad y corporeidad de una vibración mental ultraterrena. En este abanico polícromo, lo que es fundamental reiterar es la variedad, aunque sería necio ignorar su afincamiento en las nociones básicas del montaje de continuidad. Estas cintas, desde El vuelco... hasta La Sociedad... buscan todavía un diálogo con el público que no es el de poetas de cabo a rabo, como Felipe Guerrero, quien es un montajista ducho en el montaje clásico y, a la vez, como realizador, el experimentador más avezado que pueda tener nuestra cinematografía.

En tal sentido, habría mucha tela que cortar sobre Paraíso y Corta (Felipe Guerrero, 2006 y 2012), pero baste por lo pronto señalar su originalidad, como obras de montaje puro, al estilo del sublime Artavazd Pelechian, sin una narración extrínseca que lo justifique, sino como matriz inviolable de vastísimas resonancias. EnCorta, especialmente, el montaje lo es todo, pero tal como lo deducía Vertov (en quien se inspira directamente Pelechian para su “montaje de intervalos”), o sea: entendiendo que se hace montaje en todas las fases del filme, al seleccionar, o escribir, lo que se quiere filmar, luego al rodar, al filmar lo que se quiere montar, y por último al montar lo que se quiere proyectar. La película, cuyo número de planos, todos fijos y equivalentes a secuencias enteras, se puede contar con los dedos de la mano, es un ejercicio de montaje en cámara que unifica las disciplinas creativas del cine en una sola narrativa de parquedad casi arisca, y acaso presagia extremos insólitos en la poética de este arte, convirtiéndolo en obra exclusiva, absoluta, de una mirada pensante.

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