Apuntes para una estética del cine colombiano actual
Por Pedro Adrián Zuluaga
Para los espectadores colombianos, ver el cine nacional de los últimos años, especialmente el que ha llegado a las salas después de aprobada la Ley de Cine, ha sido una dura exigencia. Más dura aun para los productores y los equipos técnicos y artísticos de las películas y para los orientadores de la política pública cinematográfica, responsables a partes iguales de que las ilusiones de un cine nacional se asienten en piso firme.
La deseada identificación del público con este cine no ha sido tan armoniosa y feliz como se esperaba. Para muchos, o para lo que se podría denominar con la equívoca expresión de “opinión pública”, nuestro cine sigue sin tener fluidez narrativa, es técnicamente discreto y mal actuado y, mal de males, siempre habla de lo mismo: violencia, narcotráfico, guerrillas, sicarios, mulas y, el último descubrimiento del día, paramilitares.
Todo lo anterior es terriblemente cierto y a la vez profundamente prejuiciado y parcial. Es verdad que en las películas colombianas es difícil encontrar narraciones contundentes y eficaces, que los elementos técnicos aunque sean correctamente empleados casi nunca juegan conscientemente en beneficio de la totalidad del film, que las actuaciones son torpemente naturalistas y que, mal de males, le rendimos culto a un realismo en la puesta en escena que en vez de transmitir vivamente lo real deviene no pocas veces en caricatura.
También es real que casi todo director y guionista que se respete quiere dar su versión del conflicto armado colombiano, quiere abordar temas respetables y hacerlo desde el enfoque políticamente adecuado, quiere, en fin, hacer su declaración de principios sobre el estado del país. El prejuicio en el que se basa esta última aseveración, cuando la “opinión pública” la traduce a su modo como incapacidad de contar historias simples y cotidianas de gente común y como embelesamiento con la violencia y la mala imagen del país, es que se desvía la discusión y se deja en el aire el equívoco de que un simple cambio de temáticas produciría milagrosamente el “nuevo cine colombiano”. Se desconoce así que en un cine de historias simples y cotidianas, todos los errores mencionados en la primera parte resaltarían de forma aun más violenta y sin la justificación que prestan los “grandes temas”. Es una obviedad decirlo, pero en el cine como en cualquier otro arte, el qué importa más bien poco. No basta encontrar la mejor historia si paralelamente no se va decantando su tratamiento. Aquí está planteada la gran encrucijada.
Sabemos que en un cine de películas aisladas y no de obras, como es por ahora el cine colombiano, es imposible e injusto hablar de esta filmografía como un conjunto y sacar conclusiones en consecuencia. Cada película inventa el cine nacional. Esta insularidad es, precisamente, una tragedia. Si la tradición no sirve para aprender de ella, es decir, para seguirla o refutarla, es una tradición muerta. La reiteración de errores en las películas nacionales permite pensar que la tradición del cine colombiano sí existe y que hacemos un uso muy conservador de ella. Es necesario nombrar todos los amaneramientos de nuestra propia tradición de qualité y pasar a otras cosas. No hay nada que pueda ser más urgente para el cine colombiano.
Espacios como el Festival de Cine Colombiano Feria de las Flores son un buen aliciente para pensar en estos asuntos colectivamente y para dejar prendida una reflexión que cada uno debe concretar en solitario.