El código y lo turbio / El cuerpo en el cine de Lucrecia Martel y Lucía Puenzo

Jacobo Cardona Echeverri
Antropólogo, magíster en estética, becario para el IX Curso de Desarrollo de Proyectos Cinematográficos Iberoamericanos convocado por la Fundación Carolina y Casa de América. Poeta.
El cuerpo es la única certeza que uno tiene. Es la más concreta de las superficies con las que uno cuenta. Cuando hay olor a manteca derretida con azúcar siento físicamente a mi abuela y su casa, no sé si es un recuerdo, quizá es otra forma de percepción del tiempo y el espacio.
Lucrecia Martel

¿A dónde fuiste?
Fui a donde se aparece la Virgen. No vi nada.
La Ciénaga

Guacolda es un personaje que roza los límites de la historia y el mito. Una mujer que camina en puntas de pie sobre las letras del poema épico La Araucana y la figura descrita en las crónicas coloniales como la compañera del guerrero mapuche Lautaro que se levantó contra los conquistadores españoles. También es el nombre de la muñeca que intercambia la preadolescente Lilith por otra de nombre Herlitzka como parte del recorrido metafórico que la llevará por el desértico sendero del despertar sexual y la manipulación de su propio cuerpo redirigida por medios químicos, en Wakolda(2013), la última película de Lucía Puenzo.

Wakolda (2013)

Detrás de la transformación que sufre Lilith está el médico alemán, un hombre de maneras finas y gustos refinados que, bien avanzada la historia, se revelará como Josef Mengele, el antropólogo y médico nazi reconocido por sus crueles experimentos con judíos en Auschwitz y que tras la caída del Tercer Reich logró escapar a Suramérica, donde vivió por un tiempo regentando una tienda de juguetes. Fascinado por Lilith, la niña rubia con problemas de crecimiento, Mengele decide unirse a su familia en su recorrido a Bariloche. El tratamiento hormonal que prescribe a la niña se convierte en una nueva oportunidad para continuar los experimentos conducentes a la búsqueda del cuerpo perfecto, base del proyecto político que justificaba la supremacía moral en la pureza racial. El político y militar nazi Rudolf Hess lo expresaba de manera clara al afirmar que el nacionalsocialismo no era otra cosa que biología aplicada. Podríamos preguntarnos, sin ánimos de apelar a retóricas con un fondo siniestro gratuito, ¿qué ideología político-económica no hace lo mismo? Lucía Puenzo advertía que el tratamiento hormonal utilizado por Mengele era similar al aplicado a Messi, un tratamiento que finalmente convirtió al futbolista argentino en un cuerpo Adidas, un cuerpo FIFA.

Puenzo critica con su obra los mecanismos reguladores de la sociedad a la hora de normalizar la desviación, lo aberrante, lo incorrecto. Mecanismos que hacen parte de una estructura de dominio claramente masculina. En XXY (Puenzo, 2007), una adolescente intersexual intenta construir una identidad a pesar de las prevenciones familiares y las censuras morales de la comunidad. Todo va encaminado a que el hermafrodita pueda definirse, extirparse, desarrollarse o completarse, aunque Puenzo opta por una estrategia formal que convoca tolerancia y corrección política para señalarlo. A pesar de la pregunta final de la protagonista ante el interrogante de su padre sobre la cirugía, “¿y si no hubiera que elegir?”, en la película no hay espacio para la intersexualidad como régimen del disturbio, es decir, como verdadera opción para la estilización formal dominante. XXY es racional, pudorosa, narrativamente ordenada, con líneas espaciotemporales causales, encaminada a la resolución dramática. Su clasicismo formal, que en ocasiones revela una realidad perturbadora en la sonrisa efímera de un personaje, se mantiene, en líneas generales, a suficiente distancia de la transgresión radical que intenta evocar. En otras palabras, Puenzo hace una crítica a la normalización de los cuerpos (por la medicina, la política, la publicidad) a través de dispositivos discursivos dominantes o masculinos.

XXY (2007)

Es posible que algún día el sistema categorial masculino/femenino esté tan devaluado como el concepto de raza. Sería un gran logro tener derecho a no definirse en ningún género, a no pertenecer a un país, a no tener un nombre. Es más, podría hablarse de lo femenino no como lo opuesto a lo masculino, tampoco como su complemento, sino como eje articulador de un nuevo ordenamiento ontológico de los seres que conllevaría la destrucción o superación de las clasificaciones dicotómicas. Un mundo femenino es aquel donde no existen la categoría masculina ni la categoría femenina. Lucrecia Martel se acerca de forma fascinante, con su estética visual, a ese mundo.
Frente a la modificación del cuerpo, Martel lo borra sin desaparecerlo. En La mujer sin cabeza (2008), última película de lo que muchos críticos llaman la trilogía de Salta, región del noroccidente argentino de donde es originaria la realizadora, se persiste en la indagación de ciertas ideas que se han constituido en marcas visibles de una portentosa obra. En ese itinerario, que puede ir del fenómeno de la exclusión socioeconómica de los individuos a la erotización perturbadora de los cuerpos en entornos rancios y conservadores, Martel se mantiene insobornable, sin ofrecer ningún tipo de concesiones. Ella misma describe esta película como una película de la negación, una película que busca explorar las formas en que se dirime lo político en el cuerpo y en la familia, un asunto directamente relacionado con la historia de su país.

La mujer sin cabeza (2008)

El film nos presenta a Verónica, una odontóloga de clase media alta que cree haber atropellado a alguien en una carretera rural. Tras el desconcierto inicial decide contarle el suceso a su esposo. Ambos recorren de nuevo la ruta, pero solo encuentran un perro muerto. Cuando la mujer cree haber recuperado la tranquilidad, la noticia del hallazgo de un cadáver en un arroyo cercano al accidente, la inquieta tanto a ella como a familiares y conocidos. Comienza el proceso de borrar las huellas materiales que la conectan con el accidente: arreglar las abolladuras del carro, desparecer los exámenes médicos y el registro de hotel que realizó horas después del hecho, repetir insistentemente la frase, como un mantra, fue un perro, atropellaste a un perro. En este sentido, borrar a Verónica significa domesticar la percepción, crear una nueva realidad que satisfaga los intereses de un determinado grupo de personas. La película es una especie de thriller que trasciende los códigos narrativos sostenidos a través del suspenso y el misterio para perturbar, mediante las elecciones formales, su propia comprensión: personajes que entran y salen constantemente del encuadre, cuerpos multiplicados en espejos o vistos a través de vidrios o superficies que los distorsionan, uso reiterativo del fuera de campo, contraste entre las zonas en penumbras y las iluminadas, desenfoques, y abruptas elipsis. En este sentido, la desorientación que sufre Verónica tras el accidente (trastoca su nombre, confunde los lugares, se convierte en objeto del deseo de su primo y su sobrina, Lala no reconoce su voz) se acerca, en términos perceptivos, a la incomodidad que puede sufrir el espectador al enfrentarse a una obra hermética y velada, cerrada en sí misma, donde los límites entre lo real y la ensoñación son muy difusos. La línea que separa a esta mujer blanca y alta, recién tinturada de rubio, del supuesto niño atropellado, un indio sometido a los vaivenes del descarte económico y político, hace parte de un ordenamiento de los cuerpos prescrito socialmente y naturalizado mediante férreas directrices de comportamiento. Esa misma línea separa a la decadente aristocracia rural y su servidumbre india y mestiza representados en La Ciénaga (Martel, 2001), un absorbente lienzo audiovisual donde los cuerpos, entremezclados, tumbados, desorientados, somnolientos, arrugados y alcoholizados, yacen en el interior de una laberíntica casa de campo, resguardados de una tormenta que se avecina. Las transacciones corporales altamente erotizadas entre familiares y miembros de diferentes clases sociales hacen parte de la sintomatología de una caída.

La Ciénaga (2001)

Por consiguiente, la desintegración moral adscrita al núcleo familiar racista, degradado y clasista evade cualquier lectura maniquea y nos acerca al estupor de la indeterminación. De los roles, las jerarquías, las funciones, los nombres, los géneros, la propia trama narrativa. Con el montaje discontinuo y fragmentado de la película nos acercamos al método asistemático del recordar, además de vislumbrar el placer de renegar de los acuerdos cronológicos y las clarificaciones sociales. En un lugar donde proliferan los personajes, y son difusas sus relaciones afectivas, el deseo sexual sofoca las tentativas de la autocontención. La relación sentimental, incompleta y sutil, entre Isabel, la criada india, y Momi, la hija adolescente de la dueña del lugar, es muy distinta a la presentada en El niño pez(Puenzo, 2009), donde dos adolescentes, la mucama mestiza y paraguaya, y la hija de un acaudalado juez de Buenos Aires, intentan llevar una vida en pareja a pesar de la constante opresión masculina, padres abusadores, jefes autoritarios y policías corruptos. Este amor homosexual es mostrado por Puenzo bajo los registros del melodrama televisivo más convencional. Aparentemente una subversión de los códigos de las telenovelas sobre ricos y pobres con el cariz delinquietante romance entre dos mujeres. Una apuesta tan inocente como la tomada por los movimientos LGTBI que buscan legitimar una institución tan conservadora como el matrimonio. Por tanto, Martel juega con cargas eróticas desfasadas e inaprensibles, no reglamentadas, y por eso más poderosas que las ofrecidas por Puenzo, quien está constantemente atenta a la traducción inmediata que pueda hacerse del deseo sexual. En La niña santa (Martel, 2004), por ejemplo, se acentúa lo turbio más que los límites que perfilan las simetrías. Los cuerpos son reiterativamente cortados en el encuadre, asfixiados en planos muy cerrados, distribuidos de tal manera que no haya una centralidad evidente. De nuevo presenciamos en un tono elíptico y seco el maremágnum de las relaciones sociales inestables, ahora en un hotel de provincias. Amalia, la adolescente que encuentra en su vocación religiosa la forma encubierta de satisfacer su despertar sexual, asume la oscuridad como un llamado. Las cosas no se ven, se escuchan: alguien insiste en el teléfono, la dueña del hotel escucha un ruidito extraño en el oído derecho, un hombre ejecuta melodías con el theremin (un aparato que produce sonidos con solo atravesar la mano en un campo magnético), otorrinolaringólogos deambulan por los pasadizos del hotel; Alicia escucha el llamado de Dios y se besa con la amiga que quiere llegar virgen al matrimonio; un hombre asume o rehúye la culpa mientras una empleada misteriosa desinfecta los espacios que rondan los representantes de una clase privilegiada. Misticismo y masturbación. Fácilmente podría ser una película de terror o una anfetamínica lectura teológica de Lolita. En la mirada de Martel no hay salvación para el desasosiego de los cuerpos.
Lucía Puenzo y Lucrecia Martel son dos directoras con estilos claramente diferenciables. Aunque ambas son rigurosas e inteligentes en sus planteamientos temáticos y formales, con una gran sensibilidad para el arte del sabotaje y sin demasiados escrúpulos a la hora de convertirse en observadoras punzantes del delirio de los cuerpos, Martel está más preocupada por revelar de forma visceral el carácter regulado de la verdad. Si podemos encontrar en Puenzo a una realizadora con gran pericia narrativa, en Martel hallamos el cenit del cine de la inestabilidad. Una experiencia sensual y mental indispensable.

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